¿Qué es cultura?

Fecha: 06/11/2006
Categoría: Estudios Sociales
Keywords: cultura antropología

Por Pablo Perazzi

El Diccionario de la Lengua Castellana de la Real Academia Española (decimocuarta edición, con fecha del 31 de diciembre de 1914, es decir a tres meses de iniciada la Primera Guerra Mundial y un día después de la invasión del ejército ruso sobre Turquía) entiende por cultura el «resultado o efecto de cultivar los conocimientos humanos y de afinarse por medio del ejercicio las facultades intelectuales del hombre». Siete décadas más tarde, en 1974, los organizadores de la Enciclopedia Salvat (doce tomos, tapas duras y rojas, panorámicas de ciudades, coloridas ilustraciones, etc.) afirman: «El hombre en el siglo veinte ha visto modificarse el mundo que le rodea con mayor rapidez que sus predecesores. Su mente se ha abierto de pocos años a esta parte hacia perspectivas insospechadas». Predisponen, en principio, a una concepción del sujeto y de la historia eminentemente dinámica. El lector no espera menos que una definición algo más precisa y actualizada. Con esa certidumbre se arroja a la búsqueda del concepto. Lo que descubre, sin embargo, no parece condecirse ni con sus expectativas originales ni con el señalamiento de los organizadores. Cultura es, nuevamente, el «resultado o efecto de cultivar los conocimientos humanos y de afinarse por medio del ejercicio y del estudio las facultades intelectuales del hombre». ¿Pero no nos han dicho que el Hombre del Siglo XX «ha visto modificarse el mundo que le rodea con mayor rapidez que sus predecesores»? ¿No ha sido testigo, según afirman, de transformaciones «insospechadas»? ¿Cómo es posible, entonces, que el concepto conserve su significación intacta?.

Entre 1914 y 1974 se sucedieron dos guerras mundiales que dejaron un saldo de cien millones de muertos (un ochenta por ciento de civiles víctimas de ataques aéreos y fuegos cruzados y sólo el veinte por ciento restante de miembros de los ejércitos regulares); se arrojaron bombas nucleares sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki; se inauguró una etapa histórica a la que se llamó cálidamente «guerra fría», produciéndose el rearme en tiempo de paz inestable más importante de la historia; Estados Unidos se embarca en un conflicto absurdo con una pequeña y atrasada nación del sudeste asiático, Vietnam del sur, de apenas ocho millones de habitantes, siendo humillantemente derrotado por un ejército de campesinos, sin preparación ni capacidad de fuego, dirigidos por un hábil estratega que tan sólo aplicó una vieja aunque efectiva táctica militar, la «guerra de guerrillas»; se universaliza, e incluso se legisla en algunos países, la utilización de la tortura como método para la rápida obtención de información; el continente africano se ve sacudido por las luchas de la independencia; etc., etc., etc..

¿Será que los organizadores engañan a sus lectores?. La respuesta es no, ya que no hacen más que reafirmar una tradición que se remonta al siglo XVII, cuando se realizan los primeros emprendimientos enciclopédicos. La palabra «enciclopedia» deriva del griego en, en, Kýklos, círculo, paideía, instrucción; es decir: instrucción en círculo. Por ese motivo no ha de extrañar que la noción de «cultura» conserve a través del tiempo su unidad de sentido. En efecto, el propósito de las enciclopedias no es registrar las mutaciones de sentido sino, por el contrario, sus constantes básicas. Son, en definitiva, un producto de la modernidad. Y así ésta se defina en relación con la idea de cambio y se reconozca históricamente determinada, nunca se desentendió por completo del problema de su estabilidad. Los primeros «modernos» se vieron obligados a pontificar sus realizaciones espirituales pues creían que de ello dependía la continuidad del nuevo ideario y del nuevo orden social. El mismo Robespierre, siendo consciente de que la integración del pueblo francés se alcanzaba por intermedio de la deificación de voluntades generales, no tuvo otro remedio que decretar un asueto nacional para celebrar el día de la «Razón». Augusto Comte, precursor de la sociología francesa, se arrogó el título de sumo sacerdote de una nueva religión secular: el positivismo. Incluso sugirió a las autoridades nacionales demoler la columna Vendôme para levantar en su lugar un monumento de sí mismo, como pionero de la república occidental. Como se ve, la modestia no fue su mejor atributo. Prácticamente todos los historiadores coinciden en afirmar que la Revolución Francesa encauzó y oficializó los principios de la modernidad. Y si bien entre sus máximas figuraba la disolución de los dogmas eclesiásticos como mecanismos reguladores de la vida en sociedad, lo cierto es que fueron reemplazados por nuevas mitologías nacionales. No casualmente el etnólogo francés Claude Lévi-Strauss utilizó la simbología de la Revolución Francesa como ejemplo de su teoría de la estructura de los mitos. El estudio de la historia, había dicho Johann Gustav Droysen, no es tan alegre como parece a primera vista.

También es habitual asociar saberes y cultura a las universidades. No es una asociación falsa, aunque no por ello desinteresada. La voz latina universitas designa legalmente a una corporación, cuyos miembros tienden por naturaleza a la preservación, reproducción y transmisión de privilegios y derechos adquiridos. Por consiguiente, no es el cambio sino la estabilidad lo que garantiza su permanencia. Para comprender cabalmente el significado del concepto de «cultura» es preciso, según creemos, ser conscientes de su historicidad. El punto de partida ha de ser entonces el de no tomarlo como un hecho «dado» y «natural», sino como el resultado de la interacción entre un sujeto cognoscente y un objeto cognoscible en un tiempo y espacio determinados. Hay quienes prefieren remontar sus orígenes a la antigüedad clásica. Afirman que los manuscritos de Herodoto sobre las sociedades egipcia, mesopotámica, palestina, del sur de Rusia y de gran parte de la costa norteafricana constituyen el primer intento sistemático de registro cultural, pues dichos pueblos eran considerados la «otredad» del mundo griego. Otros, en cambio, se muestran proclives a épocas más cercanas. Como los primeros, estos también parten de un antagonismo, una oposición fundada en concepciones irreconciliables: «cultura» y «civilización». «Cultura» indica una perspectiva localista, una actitud espiritual; «civilización» una perspectiva cosmopolita, una actitud contractual. El antagonismo surge en la Alemania del siglo XVIII. La moda de las cortes europeas de aquel entonces era la asimilación de los hábitos y costumbres de la vida de palacio francesa y sobre todo de su idioma. Desde Flandes hasta Siberia, no había rey, emperador, príncipe o zar que no hablara francés. Mientras que a niveles gubernamentales el despilfarro y las intrigas de alcoba marcaban el destino de los imperios, a niveles subterráneos las burguesías en formación comenzaban a desarrollar autoconsciencias nacionales. El idioma, en tales circunstancias, se convirtió en un asunto inalienable. La burguesía alemana germanoparlante acusaba a sus representantes de extranjerizar los valores y tradiciones teutonas y de siervos de la «civilización francesa», reinvindicando para sí un papel preponderante en la conservación de una Kultur nacional. Con el tiempo, la «civilización» quedaría ligada a Francia y la «cultura» a Alemania.

En el siglo XIX, la filosofía se apropió y reelaboró el antagonismo. Las llamadas Lebensphilosophie o «filosofías de la vida» establecieron una diferencia inconciliable entre las ciencias culturales o ideográficas y las ciencias naturales o nomotéticas. En su Introducción a las Ciencias del Espíritu, Dilthey sostuvo que el objetivo de su filosofía era superar la concepción naturalista del hombre como mera representación, para entenderlo ya como sujeto que quiere, piensa, siente y también representa. La función de la filosofía no es ofrecer explicaciones a las creaciones humanas sino prestar elementos para su comprensión. De allí que hasta bien entrado el siglo XX el pensamiento alemán siguiera en mayor o menor medida apoyando la idea de que los fenómenos de cultura, si bien legatarios de su tiempo, son estructuras autónomas con sus propias lógicas de desarrollo. Y de allí que la etnología centroeuropea optara por hablar de Kulturkreis o «círculo cultural» en lugar de proceso o formación de cultura. Los ingleses fueron mucho más prácticos. La política expansionista les exigió conceptualizaciones menos abstractas. Había que ganar territorios de ultramar y para ello era imprescindible, en primer lugar, congeniar razones morales, pedagógicas y culturales. El antropólogo Edward P. Tylor afirmó que la cultura es «aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la sociedad». Además del alto grado de generalidad, la definición conlleva un criterio exclusivista, pues, según se creía, eran precisamente los ingleses quienes encarnaban las formas morales, legales, científicas y éticas más evolucionadas y quienes, por lo tanto, se hallaban en condiciones de irradiarlas -e imponerlas- a todo el planeta. El misionero británico Barbrooke Grubb, que se pasó veinte años entre los indios lengua del Paraguay, sostenía en 1889 que las industrias aborígenes desaparecerían como consecuencia del contacto con la civilización y que era posible encontrar «mercadería de fabricación británica en la mayoría de las aldeas, aún lejos en el interior». Algunas décadas más tarde, otro súbdito del imperio, el etnógrafo Bronislaw Malinowski, tras cuestionar el evolucionismo inherente al concepto de Tylor, propuso una definición algo más adecuada con los nuevos tiempos coloniales, es decir una definición funcional: cultura es un organismo donde cada elemento se distingue de otros por su función, y el agregado de funciones -más que la suma de los elementos- conforma una unidad, una institución social. No interesa conocer el arte o la mitología indígenas en forma aislada sino sus funciones específicas y generales, y sus relaciones con la totalidad en un momento y espacio determinados. Este moderado, aunque para algunos radical, cambio de perspectiva obedeció a una circunstancia histórica puntual: la expansión ultramarina había concluido y se iniciaba la etapa de administración y explotación de los recursos de las colonias. En Crimen y costumbre en la sociedad salvaje, Malinowski dirá que el carácter científico auténtico de la antropología radica en la posibilidad de aportar conocimientos a «aquellos que deseen desarrollar los recursos de los países tropicales, emplear mano de obra indígena y negociar con los nativos».

En los años cincuenta, dos antropólogos norteamericanos, Alfred Kroeber y Clyde Kluckhohn, decidieron contabilizar las diferentes acepciones de la noción de cultura. El resultado los tomó por sorpresa: llegaron a registrar más de cien definiciones distintas. El problema, evidentemente, no era teórico sino fáctico, ya que para los antropólogos cada grupo humano teje y desteje su propio universo cultural y entraña, por añadidura, una cultura específica. Fue así como surgieron los llamados Estudios de Áreas Culturales. Ahora bien, la pregunta es: ¿quién decide que áreas se investigan?. No es un interrogante ocioso porque en rigor de verdad tales programas se implementaron en naciones latinoamericanas, africanas y del sudeste asiático, regiones a las que el Pentágono consideraba vulnerables a la influencia soviética.

Hemos tratado de esbozar un brevísimo panorama del desarrollo del concepto de cultura a lo largo de la historia. El propósito -esperamos haberlo conseguido- ha sido situar sus transformaciones en el tiempo y en el espacio, partiendo de la tesis de que cultura es un concepto en formación que funde y confunde en un mismo proceso tendencias y experiencias contradictorias, polivalentes y en estado de cambio permanente.

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